miércoles, 28 de agosto de 2013

VIDAS Y MUERTES CICLISTAS

Por su interés y calidad reproduzco un artículo de Antonio Muñoz Molina publicado recientemente en El País y que hace alusión a la cultura ciclista y al trato discriminatorio que siguen sufriendo los que la utilizan en esta España nuestra.




la bicicleta es una máquina tan li­teraria que cuando estaba casi recién inventada ya empezó a circular por las novelas. Leyendo este verano Misericordia he descubierto algo que no recordaba de esa novela asombrosa, que se publicó en 1897: uno de los personajes alquila una bicicleta para ir de Madrid a El Pardo. En el Ma­drid de arrabales macabros y personajes desgarrados que Valle-Inclán aprendió a mirar y a escuchar gracias a Caldos —dándole el pago ingrato que aún se le sigue celebrando— esa bicicleta insospe­chada es un sobresalto ágil de vida mo­derna en medio del atraso, el oscurantis­mo, la injusticia cruda y el pobreterío. Uno quisiera saber algún detalle más so­bre ella, y se la imagina elevada y veloz, democrática, futurista, circulando entre carretones lentos, entre jinetes arrogan­tes y coches de caballos de la aristocra­cia. Marcel Proust sentía debilidad por todas las formas de transporte moderno, en particular los automóviles y los aero­planos, pero cuando quiso contar la vi­sión primera de las "muchachas en flor" que deslumbran a un adolescente en la claridad de un paseo marítimo las descri­bió montadas en bicicletas, avanzando en bandadas con tules" blancos y esos vestidos deportivos libres de perifollos barrocos y agobios de corsés que el hábi­to del ciclismo permitió a las mujeres en el cambio de siglo. H. G. Wells observó que cada vez que veía a un adulto subi­do en una bicicleta crecía su confianza en la posibilidad de un mundo mejor. Casi no hay adulto más difícil de imagi­nar en bicicleta que Henry James, tan estirado siempre en sus retratos, pero hay constancia de que intentó aprender a montarla, aunque con consecuencias desastrosas. Se lanzó por un camino rural y perdió el control de su bicicleta, atropellando, aunque no gravemente, a una niña que jugaba a la puerta de una granja. Que esa niña llegara a ser de ma­yor Ágatha Christié es uno de esos gran­des azares que a los aficionados a la lite­ratura y al ciclismo nos maravillarán siempre.
Al Ramón Casas le gustaba sugerir un erotismo moderno de mujeres ciclistas, mujeres en automóviles, mujeres fuma­doras de cigarrillos. En uno de los mejo­res cuentos escritos en español, y tam­bién uno de los más tristes, La cara de la desgracia, Juan Carlos Onetti recobra de Proust el motivo del veraneo y de la mu­chacha ciclista. Pero quien la mira pasar desde un balcón es un hombre desolado que gracias a ella revive, deshaciéndose de deseo y ternura. Una figura en bicicleta es pasajera, pero no tan rápida que sea también fugaz. La vertical necesaria favorece el perfil. El ritmo del pedaleo resalta la belleza de las piernas.
Pero la cumbre del arte inspirado o alentado en torno a las bicicletas es qui­zás un corto de Fransois Truffaut de 1957, Les mistons, un poema visual de 17 minutos que consiste sobre todo en lar­gos planos sinuosos de una mujer muy joven, la actriz Bernadette Lafont, peda­leando descalza en una bicicleta, las pier­nas desnudas, el pelo y la tela del vestido liviano agitados por la brisa de la velo­cidad.


La bicicleta es una máquina silencio­sa y perfecta, como un velero, tan prácti­ca que uno se asombra de que también sea tan poética. Las bicicletas son para el verano, le dice un padre a su hijo adoles­cente en esa comedia triste en la que Fernando Fernán-Gómez puso lo mejor de su talento y lo más verdadero de su memoria y de su imaginación, el infortu­nio de crecer en una ciudad en guerra y la añoranza de un padre que era más entero y más noble porque en el caso de Fernando era un padre inventado. El ve­rano puede ser un modesto paraíso para los aficionados a las bicicletas, sobre todo para los ciclistas de ciudad que lidian con el tráfico de los días laborables, más todavía en las ciudades españolas, que con dos o tres excepciones son tan hosti­les no sólo para el que se atreve a ir en bici, sino para cualquiera que aspira a ejercer el derecho soberano y saludable a caminar de un sitio a otro.
Y también, desde luego, para los débi­les, los lentos, los distraídos, los abue­los. Cuando se vuelve de países con tráfi­co más civilizado cuesta adaptarse a la agresividad crispada de tantos conducto­res en España. Nueva York no es precisa­mente Ámsterdam ni Copenhague en las facilidades que ofrece para moverse con seguridad en bicicleta, pero cuando yo vengo de Nueva York a Madrid y salgo con la mía noto que se me impone un cambio instintivo de actitud. Hay que estar mucho más alerta, más a la defensi­va, vigilando siempre acelerones brus­cos; hay que acostumbrarse a que la visible fragilidad de uno raramente le hará recibir alguna deferencia; incluso hay conductores que se vuelven más agresi­vos precisamente porque uno es frágil: como si se despertara en ellos esa impa­ciencia bronca del que da un acelerón en un paso de peatones, o deja cruzar a quien va despacio conteniendo el impul­so del motor como si apretara los dientes, como si caminar lentamente fuera una ofensa que mereciera desprecio y en ocasiones castigo.
A las siete de la mañana, a la hora de la fresca, en ese silencio de las calles anchas y vacías en el que uno puede, ir en bici como si planeara en un ultraligero, también puede ocurrir el espanto. Las bicicletas son para el verano, para el ejercicio saludable y la movilidad sin emisiones tóxicas, pero no tienen defen­sa contra la barbarie. Las bicicletas son para pasear holgazanamente, pero tam­bién para ir a diario al trabajo. Óscar Fernández Pérez, un camarero de 37 años, iba al suyo en Madrid el miércoles 6 de agosto cuando fue arrollado por un conductor que se dio a la fuga y lo dejó agonizando en la calle. Óscar Fernández Pérez está muerto y el malnacido que lo mató no tiene gran motivo de preocupa­ción. En 2012 lo detuvieron por condu­cir borracho de forma "negligente y te­meraria" y le retiraron el carnet. Pero en febrero de este año lo habían vuelto a detener conduciendo y el único castigo fue una ampliación en la retirada inútil del carnet. Con un historial así, y habien­do huido después de atropellar mortalmente a un ciclista, cabría esperar que la justicia lo tratara con algo de rigor. Pero en nuestro país las leyes y el sistema judi­cial protegen casi siempre a los podero­sos contra los débiles, a los corruptos contra los honrados, a los bárbaros con­tra las personas apacibles, a los conducto­res contra los ciclistas y los caminantes. El golpe que mató a Óscar Fernández Pérez fue tan fuerte que su bicicleta des­pedazada quedó a 15 metros de su cuer­po, pero el juez ha considerado que el conductor sin carnet que lo atropelló y no tuvo ni la compasión de parar y ayu­darle merece quedar en libertad con car­gos, después de declarar. El único delito que su señoría ha apreciado es homici­dio por imprudencia. La pena por aca­bar así con una vida va de uno a cuatro años. José Javier Fernández Pérez, her­mano de Óscar, lo ha resumido mejor que nadie, con unas pocas palabras ver­daderas: "La justicia es una mierda. Ma­tar sale muy barato en este país".

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